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Comunitarias y autodefensas

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ROBERTO RAMÍREZ BRAVO  /

 

El secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong tiró línea en Guerrero contra la proliferación de las policías comunitarias.

Palabras más, palabras menos, dijo que no se puede permitir que sigan surgiendo. En la misma tesitura se ha pronunciado el gobernador Héctor Astudillo, en una posición que se acentuó cuando a principios de junio, policías ciudadanos de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (Upoeg), asesinaron a una familia completa en San Pedro, en la que había tres mujeres, un hombre adulto mayor y tres menores, de los cuales uno era un bebé de cuatro meses.

Al mismo tiempo, han surgido movimientos ciudadanos en zonas en conflicto, como en San Miguel Totolapan, donde el gobierno ha señalado a la policía ciudadana de ser el brazo armado de uno de los dos grupos de narcotraficantes que se disputan ese territorio, y claro, la organización ciudadana en su momento acusó al gobierno de estar apoyando al bando contrario.

Tras el surgimiento hace unos días de otra policía ciudadana en Vallecitos, la zona serrana entre Zihuatanejo y Coyuca de Catalán, el gobernador Astudillo llamó a no confiarse de ella porque “hay ganaderos” involucrados en esta agrupación.

La secuencia natural de estos hechos es que el gobierno poco a poco vaya caminando hacia el desarme de estos grupos, so pena de una pérdida mayor del territorio si no lo hace.

En este contexto, conviene detenerse un poco y reflexionar en cómo nacen y se desarrollan estos movimientos.

En primer lugar habría que dejar claro que el surgimiento de cada policía ciudadana es consecuencia directa del incumplimiento de las autoridades, de su obligación de brindar seguridad a los ciudadanos. Desde 1995, cuando en la región de La Montaña, particularmente en San Luis Acatlán, se formó la Policía Comunitaria de la CRAC, el principal problema era el de la inseguridad. Se recordará los testimonios que había en esos años de la gente de esos lugares: los asaltantes ya prácticamente cobraban cuotas a los pasajeros del transporte público, pues al menos 50 pesos debían llevar consigo; violaban a las mujeres delante de sus familiares o enfrente de los demás pasajeros, y asesinaban sin miramientos a quienes les oponían resistencia. Cuando llegaban a ser detenidos, de inmediato el agente del ministerio público los liberaba, o resultaba que los mismos asaltantes eran policías.

Así nació la Policía Comunitaria, si bien lo hizo mediante asambleas en las comunidades, y con un reglamento propio, que les permitió años más tarde ser el eje de la ley 701 de reconocimiento de derechos y cultura indígena. La Policía Comunitaria se basó en la cosmogonía indígena, y en la forma prehispánica de aplicar la justicia, basado en los usos y costumbres de los pueblos originarios.

Aquí es importante definir terminología: una cosa es la Policía Comunitaria, indígena, sustentada en la ley 701, con reglamento propio y con organización, emanada directamente de las asambleas comunitarias; y otra las policías ciudadanas que han surgido en zonas no indígenas, hasta ahora, sin más reglamento ni organización que lo necesario para enfrentarse a los delincuentes, y en las que participan o son financiadores, los empresarios o ganaderos de los pueblos.

Los ejemplos de estas dos policías tienen siempre el mismo origen: la inseguridad. Si el gobierno cumpliera su primera obligación, no tendría por qué hablarse de policías ciudadanas y no habría por qué pensar en desarmarlas. Pero el abandono oficial ha dado origen al hartazgo que despierta el instinto de defender lo más valioso que se tiene, la vida humana.

Nadie ignoraba, por ejemplo, en San Miguel Totolapan, las acciones de los dos delincuentes más famosos, el Tequilero y el Pez, y sin embargo el gobierno no entraba en esas regiones. Entró cuando el Tequilero secuestró a un ingeniero y la familia de este se organizó, con todo el pueblo, y retuvo a la madre del secuestrador. Entonces el gobierno intervino para negociar la liberación de la señora. Después, el gobierno volvió a entrar para desarmar a la policía ciudadana que se creó entonces.

En Vallecitos, la historia es semejante. Todo mundo habla de cómo los cárteles de Michoacán se han venido desplazando hacia Guerrero, de su crueldad, y de cómo los pueblos en esa zona han ido quedando secuestrados o han sido obligados a desplazarse. ¿Y el gobierno? No está presente, hasta que aparece una policía ciudadana.

El caso de la Upoeg ha dado a las autoridades el argumento para desarmarlas: una policía que recibió financiamiento gubernamental, pero que evidentemente desvió su camino, y ahora se mantiene en una lucha constante por el territorio –“el territorio no es de nadie”, suele decir Bruno Plácido, cuando se prepara para conquistar uno-, cuyos elementos portan armas de uso exclusivo de las Fuerzas Armadas, y, al menos como se evidenció en la masacre de una familia en Cacahuatepec, cuenta con menores de edad en sus filas.

El desarme no será fácil, pero es la ruta que al parecer ya se trazó el gobierno. En cierto sentido tiene razón: no debe andar una parte de la población armada, sin nada que la regule. Pero lo otro, es igualmente importante: para que haya orden, y para que haya paz, se necesita de veras garantizar que haya gobierno, y que este sea capaz de contener a la delincuencia.

 

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