Acapulco, 28 de noviembre de 2021
Siempre he creído que existen oficios nobles y en el interior de mi ser, se alberga algo que es una mezcla de envidia y admiración, jamás he permitido que la primera se sobreponga a la segunda, pero más allá de aplaudirle al oficio, reconozco a la persona que la ejerce.
El periodismo, la carpintería, herrería, o la relojería son oficios y/o profesiones de total entrega, paciencia y dedicación, ninguna se sobrepone a la otra y por más raro que parezca una sociedad no prescinde de ninguna de estas.
La modernidad, los tiempos actuales y la globalización nos han ido despojando de varios de ellos, entre estos la relojería ha pasado a un esquema de aislamiento o socorro para quienes usan relojes de marca, caros o como gusto personal.
Ese arte que es un reloj ha sido invisibilizado por los teléfonos celulares, la producción en masa de las piezas de un solo uso donde sale más caro reparar algo que comprar lo mismo.
Y cómo hablas de un amigo que su vida la dedicó a detener el tiempo, a reparar esos objetos que hace unos años daban estilo, prestigio y alcurnia y ahora son no una correa de medición pero si un objeto del cual fácilmente se puede prescindir.
El pasado siete de septiembre del 2021, todos vivimos el sismo que sacudió a Acapulco y las partes más cercanas a la costa Guerrerense, pero para quienes conocimos al «Relojero» vivimos ese día un sismo doble.
Por el medio día, suena el teléfono y esperas escuchar cualquier cosa menos un «falleció Ismael, se fue, ya no está», al otro lado del teléfono la contraparte empieza a llorar e instantes después segundos que se vuelven eternos; cuelga.
Qué haces ahí en medio del sitio perdido en la nada sin entender por qué un buen amigo se va, la vida lo consumió y vivió hasta el final con valor; unos días antes hablaste por teléfono con él y te dice que se encuentra ya cansado, tratas de darle ánimos, que luche, que tire chingadazos pero te dice secamente, probablemente ya resignado, «ya no Marcos, ya estoy muy cansado, ya me duele mucho, me quiero ir», tú, no creyente le dices que si entonces es su voluntad rece y le pida a Dios que le de fuerza y valor para enfrentar una decisión totalmente difícil.
Recuerdas después de colgar que es de las pocas, poquísimas personas por las cuales pisaste una iglesia y no solo eso, estuviste en una misa completa, incluso, fuiste su padrino en el sacramento de confirmación; tal vez eso hacen los amigos, detener su andar un momento para acompañar al otro en algo que lo reconforte.
Ahí quedará como el más noble recuerdo de un amigo que se fue, un viejo reloj ruso, un «Soviet» que entre él y tú encontraron después de una apuesta, y te volviste loco tratando de repararlo y echarlo a andar, las tardes de plática y trabajo en el pequeño taller de la relojería que emigró de un centro comercial cercano, al barrio donde finalmente se estableció, Icacos, el amigo con el cual podías confiar, el cual te ofrecía un plato de comida, chamba, consejos, pero sobre todo lo inmaterial de este mundo, una amistad sincera y transparente.
Casi tres meses me costó intentar escribir esto, puede ser mucho, pienso que probablemente no lo sea, pero lo que sí es seguro es que aún no termino de asimilar que mi amigo el “Relojero” ya no se encuentra y al pasar al exterior del local donde tenía su taller de relojería piensas que te va a decir que le ayudes a abrir y si no tienes jale vayas a trabajar, reconocer punto y aparte que siempre te decía que te pusieras a estudiar y terminarás tu carrera, como se alegró cuando le dijiste que estabas estudiando algo así parecido a ser maestro.
Quisiera encontrar algo decente para cerrar esto pero no sé cómo, así que debo pedir prestada al español Joaquín Sabina su frase «me duele más la muerte de un amigo, que la que a mí me ronda».