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ROBERTO RAMÍREZ BRAVO   /

 

Acapulco, 20 de enero de 2022.

En estos momentos, en que se discute la renovación de la dirigencia del Partido Revolucionario Institucional en Guerrero, hay algo de que los priistas parecen no haberse dado cuenta: que no pelean por un enclave del poder, sino por un partido que desde 2005, con la sola excepción del gobierno de Héctor Astudillo, no ha podido gobernar el estado.

Y, si las cosas siguen como van, no tendría ninguna esperanza de volver a conducir los destinos de esta entidad en el corto plazo. Es decir: pelean por nada, y, al hacerlo, van perdiendo cualquier posibilidad de algo que pueda llamarse triunfo en el futuro.

El PRI perdió por primera vez frente al PRD con Zeferino Torreblanca en 2005; volvió a perder en 2011 con Ángel Aguirre Rivero y, 10 años después de su primera derrota, recuperó el control de Casa Guerrero, pero solo por un rato, pues lo volvió a perder frente a Morena con Evelyn Salgado el año pasado, y la alineación de las estrellas morenistas en todos los niveles del gobierno -federal, estatal y los municipales más importantes- dificulta aún más su posible retorno dentro de seis años.

El regreso del tricolor al poder en 2015 no habla exactamente de un triunfo sino de una circunstancia. Ocurrió tras la crisis de gobierno generada por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa y la caída del gobernador Ángel Aguirre Rivero; y también después de una división mortal en la izquierda, que llevó a que PRD y MC compitieran por separado. En esta crisis jugó un papel importante la traición de Luis Walton a sus antiguos aliados, quien visiblemente combatió a la perredista Beatriz Mojica Morga y apoyó al priista Héctor Astudillo. Quienes recuerdan la campaña, pueden atestiguar que Astudillo mostraba en todo momento un semblante de preocupación: ya había perdido una vez, y estaba en riesgo de perder nuevamente. Pero el último factor que contribuyó a este triunfo fue precisamente la unidad priista, la alianza que tejieron el candidato y quien había representado ya a este partido en la elección anterior, pero era en ese momento la pieza clave del priismo: Manuel Añorve Baños. El PRI, por esa ocasión, pudo mantenerse unido, y con los demás factores mencionados, ganar la elección.

Pero hay que decirlo: la unidad sola del PRI, no le hubiera permitido ganar si la izquierda no se hubiera dividido, si el caso Ayotzinapa no hubiera ocurrido, si Ángel Aguirre no hubiera tenido que dejar la gubernatura.

Hoy, los priistas actúan como si no hubiera este antecedente. O peor: actúan como si hubieran ganado la elección del 6 de junio pasado.

Basta ver a casi cualquier medio de comunicación, o las redes sociales, para darse cuenta de que hay una batalla campal entre tres actores, Mario Moreno Arcos, Alejandro Bravo Abarca y Ricardo Taja Ramírez. Simpatizantes, columnistas que toman partido por alguno de ellos, y los grupos políticos que los respaldan, literalmente tiran lodo a sus contrarios. Tiran y se llenan de lo mismo. En lugar de pelear afuera, han decidido pelear adentro.

Lo que nadie toma en cuenta es que en esas condiciones ninguno puede ganar, aunque gane. El triunfo de cualquiera de ellos implica la anulación de los otros. Y, ¿cómo puede alguien dirigir al tricolor y llamar a la unidad de sus militantes, si antes ya denostó a los otros aspirantes y a todos sus seguidores?

En estos momentos no hay todavía ni siquiera una convocatoria, y sin embargo ya hay tres candidatos a la dirigencia estatal con carácter prácticamente oficial. Lo son, en realidad, porque representan a las principales fuerzas políticas en juego: Mario Moreno es la vertiente nacional, con Alejandro Moreno y Manuel Añorve en la cabeza; Alejandro Bravo Abarca es el claro representante del ex gobernador Héctor Astudillo y los cacicazgos locales, incluido, desde fuera, el ex gobernador ahora en el PRD, Ángel Aguirre Rivero; y Ricardo Taja Ramírez se representa solo, con algunos apoyos locales.

En cierto sentido, podría decirse que el PRI vive en este momento lo más cercano a un proceso democrático, porque no hay uno sino tres candidatos, y no hay una fuerza hegemónica que vaya a decidir por alguno. Pero la democracia de este proceso está pegada con alfileres, si es que realmente existe. En principio, no puede haber juego limpio sin reglas, y hasta ahora no hay una convocatoria que las defina; por tanto, son los grupos de poder los que han dicho quiénes juegan; y, en este caso, cómo, los tres mencionados.

Segundo, en el PRI es poco común que se elija por el voto de los militantes y menos aún que sea la ciudadanía en general, como ocurrió en el PRD en su momento; y como ocurriría, si bien con encuestas en Morena. En el PRI son delegados quienes eligen y estos, otra vez, responden a los grupos de poder.

El caso es que hay una coincidencia entre los priistas (si bien adjudicando al contrario la causa del problema): el proceso está lleno de lodo en este momento. Al concluir, gane quien gane, dado que no existe un árbitro supremo, la operación cicatriz podría ser infructuosa y el tricolor corre el riesgo de revivir en sus filas la experiencia que ya vivió y padeció el PRD en sus procesos internos.

De lo que no se han dado cuenta los priistas (aparte de todo lo anterior) es que, si quieren seguir en el juego, y sobre todo si quieren volver a ganar, deben privilegiar la unidad, el juego limpio, la sana convivencia.

Suerte, como en 2015, no hay todos los días.

 

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