ROBERTO RAMÍREZ BRAVO /
Acapulco, 30 de junio de 2020.
“Se acabó la verdad histórica”. Con esas palabras, el titular de la Fiscalía General de la República (FGR), Alejandro Gertz Manero, dio fin a la indagatoria que siguió el gobierno de Enrique Peña Nieto por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa en Iguala, la noche del 26 y 27 de septiembre de 2014.
La “verdad histórica”, como la definió el titular de la entonces Procuraduría General de la República, Jesús Murillo Karam, señalaba que los estudiantes fueron agredidos, desaparecidos y asesinados por el grupo criminal Guerreros Unidos, que a su vez los acusaba de pertenecer al grupo antagónico Los Rojos. Según esta conclusión de la PGR, los jóvenes habrían sido incinerados en un basurero de Cocula y sus cenizas arrojadas al río San Juan.
Pero fue una conclusión cuestionada, a la que se llegó -se sabría después- a través de confesiones obtenidas bajo tortura, siembra de pruebas, y una lectura que desde el principio desdeñó detalles importantes, como el de la participación del Ejército y de las fuerzas federales que monitoreaban los hechos en tiempo real; la incapacidad física, demostrada científicamente, de convertir en cenizas a los 43 cuerpos sin hacerse notar en los alrededores de Cocula e Iguala; e incluso la intensa lluvia que esa noche habría impedido la incineración.
Fue una “verdad histórica” caracterizada por el cansancio que evidenciaban Murillo Karam y su equipo para investigar los hechos, que no convenció a nadie, ni a los padres, ni a los científicos extranjeros que participaron en la investigación, y que generó la exigencia de resultados más creíbles.
El cambio de gobierno ha permitido también un cambio de rumbo. Ahora ya hay más de 40 órdenes de aprehensión contra funcionarios de varios ayuntamientos involucrados en los hechos, y varios funcionarios de las instancias encargadas de investigarlos, entre ellos el ex director de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón de Lucio, por las omisiones y las acciones realizadas para obstruir la búsqueda de la verdad en este caso.
Lo primero que hay que reconocer aquí es la voluntad de cambio. El hecho de que el gobierno actual haya iniciado de ceros algunos ángulos del caso que no habían sido investigados, y que se estén ejerciendo acciones penales contra los funcionarios que debiendo investigar, bloquearon la investigación; pero, sobre todo, que se haya definido como prioridad localizar el paradero de los jóvenes, arroja un aire de esperanza en este caso que conmovió al mundo.
Sin embargo, es un poco anticipado alzar campanas al vuelo, porque el Caso Ayotzinapa no es solamente un hecho criminal. Implica también políticas públicas tanto de desarrollo y fomento educativo y social, de seguridad y de respeto a los derechos humanos, de honestidad de los funcionarios al momento de ejercer el cargo que ocupan y, por supuesto, la responsabilidad del Estado en su conjunto para garantizar la no repetición de acciones como esta.
Por consiguiente, no puede resolverse solo con aclarar el misterio de a dónde fueron llevados los estudiantes, ni con sancionar a los funcionarios que se coludieron para evitar que se conociera la verdad, ni con que se castigue a los autores materiales e intelectuales.
Se tiene que revisar (sancionar es una parte, pero no la única) cómo, en qué y por qué, participó el Ejército. Quedarse solo en sancionar a funcionarios municipales no es suficiente. El Ejército en México ha sido una de las instituciones con mayor prestigio a pesar de haber participado en hechos cruentos contra la población, como la masacre de Tlatelolco en 1968, la desaparición y asesinatos de cientos de campesinos en Guerrero durante la operación contra la guerrilla de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez conocida como la guerra sucia; la masacre de El Charco en 1998; y la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Hacia allá también tiene que apuntar la investigación que encabeza Alejandro Gertz Manero. No hacerlo, implicaría una omisión histórica.
Inclusive, puede decirse que para que el Ejército quede limpio, por voluntad propia debe someterse a la investigación, y si hay personas responsables deben ser castigadas. Solo una investigación imparcial, científica, pero sobre todo transparente, podría dejar limpia a la institución si se demuestra que sus integrantes no fueron parte en el entramado delictivo; pero si se hallan pruebas de esta participación, lo que puede limpiar su imagen es justamente el castigo para los actores.
Ayotzinapa será una herida abierta para los mexicanos por mucho tiempo más. Aunque la investigación se enderece, y se logre ubicar el paradero de los jóvenes -ya sea que estén vivos o que hayan sido realmente asesinados-, y aunque se logre sancionar a los responsables, la herida no cerrará si no va a acompañada de políticas públicas que garanticen la no repetición, y, desde luego, no se avanzará si este caso no sirve para empezar por lo menos a cambiar los patrones de involucramiento entre fuerzas del orden y crimen organizado.
Se acabó la verdad histórica. Ahora es válido esperar una verdad jurídica más coherente, creíble, donde todos paguen por lo que hicieron; pero, sobre todo, que haya la garantía del Estado mexicano de que hechos como la desaparición de los normalistas, nunca más habrán de suceder.
EXCELENTE ARTÍCULO, COMO TODO LO QUE ESCRIBES ROBERTO. SALUDOS.