JOSÉ ARTURO GALLEGOS NÁJERA
El presente texto forma parte del libro Mi vida en prisión, publicado en 2017, y forma parte de la trilogía (La Guerrilla en Guerrero, ¡A merced del enemigo!, y Mi vida en prisión), donde Gallegos Nájera narra visión personal de lo que fue la guerrilla en Guerrero, en las que él participó, primero como miembro de la Brigada de Ajusticiamiento del Partido de los Pobres, con Lucio Cabañas, y luego como fundador de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) con Camilo Cortés. En este texto narra su vida en la prisión después de haber sido detenido y acusado por el asesinato de la empresaria Margarita Saad, secuestrada por la guerrilla. En los tres libros, Gallegos muestra una revisión autocrítica de lo que fue la guerrilla en esos tiempos. En distintos momentos hablamos de la posibilidad de reproducir en capítulos el contenido de los tres libros en La Plaza -o al menos las partes esenciales- pero la dimensión del proyecto era grande y por una u otra razón nunca se concretó.
Roberto Ramírez Bravo
Desde nuestro ingreso al penal Dos, el ambiente me pareció tétrico y putrefacto. Ahí se unían dos puntas: la opulencia y la indigencia. Quien poseía recursos podía tener todo, en cambio había quienes ni visita recibían, ya sea por lo lejos de su tierra de origen, por carecer de medios o simplemente por su mal comportamiento con la familia. Estos últimos eran los clásicos lumpen proletarios que no eran otra cosa que rateros de tercera, cuyo estado de adicción los hacía seres sin autocontrol. Todo lo que fuera droga era materia de consumo. Lo mismo les daba fumar mariguana, inhalar solventes o tomar pastillas psicotrópicas. Ahí pude darme cuenta que el consumo y abuso de los ácidos transporta al adicto a extremos peligrosos y a cambiar radicalmente de personalidad. Conocí de dos casos que al pasarse de ácidos “se quedaron en el avión” y cambiaron sus preferencias sexuales. El problema se resolvió haciéndoles un lavado de aparato digestivo, después del cual aparentemente el paciente no recordaba nada.
En ese ambiente de peligros e inmundicia se convive en las cárceles del país. Para los presos políticos los momentos de tensión no tenían tiempo de duración, eran permanentes, ya que el peligro se olía en cualquier lugar, en cualquier rincón.
De los tres que llegamos juntos al penal Dos, Juan Islas se dedicó a hacer curiosidades de cuernos de res, yo me dediqué a mi antiguo oficio de sastrería. Por supuesto en mis ratos libres me daba tiempo de sentarme a la mesa de “paco” para distraer la mente de tanta tensión, procurando sentarme de frente al pasillo previendo un atentado. Poco a poco me fui acostumbrando a vivir mi nueva realidad, así como a convivir con el peligro. Temía un atentado planeado desde el exterior, mismo que podía tener dos orígenes: los altos mandos policiacos o de familiares afectados y la verdad, no andaba muy equivocado.
Al paso de los días tomé las cosas con calma y de manera filosófica, al pensar que no tenía sentido morir dos veces, porque sería terrible primero morir de miedo, y al final físicamente, despúes de todo habría que aterrorizarse llegado el momento, no antes.
Poco a poco fui distinguiendo a mis verdaderos amigos y otros que sin saberlo, nos respetaron, estimaron y hasta nos protegieron de peligros, como fue el caso de Güillo Quiñones, quien era originario de la región de la Costa Chica del estado de Guerrero, hombre de campo, humilde, como de un metro setenta de estatura, moreno, robusto, pelo chino que le hacía ver una coronilla en la cabeza, pues arriba no tenía que el cuero brilloso. Desde que nos conocimos me brindó su amistad desinteresada. Resulta que después de irme adentrando en el vicio del juego, donde pasaba horas sentado jugando, levantándome a comer solamente y a veces ni a eso, siendo hasta que de plano se terminaba la jugada que me iba a dormir y… Güillo también. Supuse que también le gustaba el juego, lo raro es que nunca lo vi jugar.
Una noche se fue la luz como a la una de la mañana y mientras los jugadores esperaban a que regresara, Güillo fue a su “cancha”, regresando con una vela encendida y me dijo con su clásica voz paternal: “Gallegos, hijo, ya vámonos a dormir, ya es tarde, al rato sigues jugando”. Francamente yo estaba bastante metido en el juego, pero la actitud de mi amigo me desarmó y abandoné la idea de esperar a que regresara la luz. Me paré de la mesa y me despedí de los jugadores, así como del “coime” Miguel Ángel Garibo Hernández. Vale decir que los comies de esa mesa eran el ya mencionado y otro del cual recuerdo le decían El Mandarín, como titulares. David Cortés y Filemón Cadena eventualmente les daban posturas. Este último era originario de Coyuca de Benítez, y obligadamente hablaré más adelante.
¿Qué la vida no vale nada?
Al otro día, después del pase de lista de las seis de la mañana, me quedé a reponer un poco el desvelo. A eso de las diez, me paré a almorzar para ponerme a trabajar un rato y seguir más tarde con la jugada. Antes de iniciar mis actividades me llamó Güillo a un lugar que nadie nos escuchara para decirme en voz baja que tuviera cuidado, que las cosas estaban muy difíciles. Me le quedé mirando un poco intrigado e incrédulo y le pregunté:
-¿Por qué me dices eso, Güillo?
-Es que las cosas andan mal, hay mucho peligro para ti -contestó.
Al escuchar lo anterior sentí que algo recorría mi cuerpo de arriba hacia abajo y viceversa. Era algo semejante a la sensación que sentí al momento de mi detención. Seguramente fue miedo, ya que dice el dicho, que “en esta vida no hay valientes, solo que hay quienes dominan su miedo, que solo los locos no tienen miedo”. Por supuesto, el tema me interesó sobremanera y le pedí a Güillo que me dijera lo que sabía. Aceptó con la condición de que no preguntara nada. Estuve de acuerdo e inició de la siguiente manera:
-Hay mucho peligro para ti, hay gente interesada en hacerte daño. Soy testigo de que el hermano de la finada Margarita Saad estuvo en ventanilla para ofrecer dinero a cambio de que te mataran.
Al escuchar lo anterior, mi corazón latió aceleradamente con justa razón, no había posibilidad de escapatoria, estábamos a su merced. Con una Dirección servil y rodeados de mercenarios, solamente un milagro podría salvarnos. Le pregunté a quién le habían ofrecido el dinero y contestó así:
-Te advertí que no preguntes nada, solo puedo decirte que nadie me lo contó, pero si de algo te sirve saberlo, te diré que a quien se lo ofrecieron no lo aceptó, pero hubo más testigos que pudieran interesarse en el dinero, pues es mucho. Por esa razón anoche te pedí que te vinieras a dormir cuando se fue la luz, yo soy tu amigo y cuenta conmigo para lo que se te ofrezca.
Le agradecí el gesto y pasó a retirarse. Me quedé pensativo, absorto, pensando en que tal vez estaría viviendo mis últimos días o tal vez sería cuestión de horas. Ese día me acosté muy tarde, un tanto preocupado por el aviso de mi amigo, de modo que me paré temprano y busqué la oportunidad de hablar con él del asunto no encontraba para conocer toda la verdad. Era de vital importancia conocer en detalle la información para saber cómo contrarrestarlo. No se me ocurrió otra cosa que chantajear sentimentalmente al humilde y noble campesino, de tal manera que sobre esa idea me le acerqué nuevamente.
-Oye Güillo, quiero hablar contigo.
-A ver, dime, hijo, ya sabes que para eso somos amigos -contestó.
-Me quedé pensando en lo que me dijiste ayer, y sigo preocupado. En nombre de nuestra amistad y por tratarse de mi vida, quiero que me digas exactamente qué fue lo que viste y oíste ese día. Quiero que me digas a quién le ofreció Marcos el dinero y a cuánto ascendía la cantidad porque por lo que me dijiste debe ser una buena suma y tú sabes que aquí hay más de uno que mata por tortillas duras; así que quiero saberlo todo para saber de quién cuidarme, en el entendido de que esto lo sabremos solamente tú y yo.
El hombre se qeudó pensando al mismo tiempo que me miraba a los ojos, como resistiéndose a ceder un ápice, para finalmente decir:
-Está bien, te lo voy a decir solo por la amistad que tenemos y porque sé que eres hombre de palabra. Ese día estaba yo esperando mi mandado en ventanilla cuando vi que Marcos Saad platicaba con un preso, habiendo otros presentes. Tenía en sus manos un portafolio, mismo que en un momento abrió, estaba repleto de billetes. Le dijo al preso que le ofrecía esos doscientos mil pesos, la libertad y una charola de policía, a cambio de la vida de Arturo Gallegos.
De inmediato pregunté quién era el preso, pero contestó lo mismo que antes; que no me preocupara, que no había aceptado y que al parecer era mi amigo. Le dije que de todas maneras me interesaba saber de quién se trataba para saber a quién le debía la vida y por supuesto saber que realmente era mi amigo.
-Es Miguel Ángel Garibo Hernández, pero ya te dije que no aceptó.
-¿Cómo fue la respuesta de Garibo?
-Le dijo que no le interesaba la oferta, que en cuanto a dinero, no era rico, pero su familia le ayudaba. Que su libertad la lograría en seis meses que le faltaban para cumplir, y que no tenía necesidad de arriesgar su vida, puesto que nadie le garantizaría que pudiera salir con vida en el intento. Que yo le parecía que era una buena persona, que nada le hacía. Que la charola de policía no le interesaba porque lo que menos había ambicionado en la vida era ser policía. Que le ofrecieran el dinero a otro que realmente tuviera necesidad, que él no lo necesitaba. Ahí se dio la media vuelta y se retiró.
Asombroso, y sí que lo era, verán por qué. Miguel Ángel Garibo era un hombre originario del Ticuí, municipio de Atoyac de Álvarez. Su familia se dedicaba al comercio en esa parte de la Costa Grande de Guerrero. Estaba en la cárcel compurgando una sentencia por homicidio. Su aspecto era realmente dantesco e impresionante, pues tenía una marca en el rostro de un machetazo en plena mejilla izquierda, misma que le causó la pérdida de parte de la dentadura, lo que lo hacía ver malencarado y pendenciero. Aunado a esto, poseía una voz fuerte y gangosa. Realmente su aspecto imponía respeto, tanto así que hasta el presidente de los presos le alzaba pelo, cuando por tradición el que llegaba a ocupar la presidencia era porque ya había demostrado su capacidad combativa.
Como ejemplo diré que en el interior del penal nadie podía andar armado de punta alguna, excepto el presidente y sus bastoneros, al servicio de la dirección. Miguel Ángel Garibo no era bastonero, pero siempre traía un puñal de doble filo fajado a la cintura y nadie se atrevió a desarmarlo. Debe entenderse que con estos antecedentes, era el hombre perfecto para realizar el atentado, pero… se negó.